Y ese pescao... ¿de donde viene?

Modificación contemporánea de "La gran ola de Kanagawa" del japonés Katsushika Hokusai. Imagen: http://www.utahpeoplespost.com/wp-content/uploads/2014/12/plastic-floating-in-oceans.jpg
Esta historia comienza ahí donde todo lo demás también comenzó, en el mar. Este mar del que yo les estoy hablando es uno y a la vez está dividido. El sitio desde donde yo entro en ese mar es mi lugar favorito en el mundo, ese lugar es Tolú. La Villa Tres Veces Coronada de Santiago de Tolú.

Hace muchos años, cuando yo era un poco más niño y mucho más feliz, salía a corretear cangrejos por la playa. Iba armado con un balde y una linterna, y acompañado por un legítimo ejército de niños (dotados con la misma indumentaria), lográbamos llenar seis o siete baldados de cangrejos. Aunque no tenía idea de lo que era una especie en ese momento, podía diferenciar por colores y tamaños a esos bichos que llevábamos en los baldes de vuelta a nuestras casas, y me atrevo a decir que hubo momentos en que tuvimos cuatro o cinco categorías distintas (teniendo en cuenta que sólo agarrábamos lo que estuviera grande, por que lo chiquito pa´qué).

Atardecer en mi paraíso


Recuerdo también que por las tardes le temíamos al mar por que siempre que nos metíamos éramos víctimas de "picadas" de "aguamalas". No pocas veces tuve que orinarle la pierna a alguien (y sea dicho de una vez, recibir la dosis recíproca en algún lugar de mi cuerpo) pensando que era remedio infalible contra el ardor. Claro, en las mañanas el agua era tranquila y translúcida y éramos capaces de ver las medusas (que parecen bolsas flotando, diría mi mamá para prevenirme) pero en las aguas revueltas de la tarde era difícil detectarlas para evitar sus flagelantes tentáculos.

No era extraño verse los dedos de los pies aún estando sumergido hasta la barbilla, en la claridad del agua matutina. Era tan clara el agua que desde arriba veíamos -lo que en ese momento pensábamos eran- huevos de estrellas de mar (que años después vendría a aprender son simplemente otra especie de equinodermos, los famosos sand dollars). Era común toparse con delfines apenas a metros de distancia de las playas, o con tortugas desovando en estas por las noches. Bancos de sardinas saltaban a metros de distancia de los bañistas, acorraladas por depredadores que se daban un buen banquete.

Mis días favoritos eran aquellos en los que desde las cuatro-de-la-mañana-por-que-al-que-madruga-dios-le-ayuda, comenzábamos a alistarnos para ir de pesca a las islas de San Bernardo. El viaje de ida era espectacular, un mar calmo y un aire fresco y húmedo, cargado de rocío hacía que una modorra insuperable me tumbara, siempre con el ruido del motor en el fondo. Aunque al pasar de los años vinieron embarcaciones más sofisticadas, me fascinaba el viaje en ese casco de fibra con cinco puestos -todos llenos-, donde además metíamos no menos de 50 galones de gasolina, y provisiones suficientes para sobrevivir un par de días en altamar.

La casa del Mono, en Las Islas de San Bernardo, una auténtica casa en el agua (¡construida sobre un arrecife!). Muchas veces pernoctamos acá para poder pescar desde la madrugada, un lugar que guarda espectaculares momentos de mi infancia.


Sin haber andado por más de una hora, pasábamos por Boquerón, nuestra puerta de entrada al archipiélago. Era increíble llegar al Islote, un pedazo arrecife expuesto de un poco menos de una hectárea, donde viven más de mil personas (hoy quiero mantener este escrito bastante informal, así que todo lo que ven son conjeturas), y que se lleva uno de los primeros lugares en densidad poblacional en el mundo (si no el primero). En el puerto de la isla siempre nos esperaba un pescador, ansioso por vendernos los "medio-pico"que usábamos como carnada para agarrar aquel deseado trofeo de las aguas: la Picúa, mejor conocida como Barracuda (Sphyraena sp.).

Las pescas eran terriblemente exitosas. En ocasiones teníamos cuatro líneas simultáneas en el agua y, todas enganchaban al tiempo. Muchas veces debíamos botar la carnada al agua por que ya habíamos pescado demasiado, y no valía la pena llevar esos peces de regreso a tierra firme. Los almuerzos en las islas eran mas bien flojos de patacón y arroz pero abundantísimos en pescao frito o langosta. La abundancia era impresionante, y eso que les estoy hablando de la década de 1990, casi 90 años después del inicio de la producción industrializada del plástico.

Hoy, cuando llego a Tolú, la abundancia es sólo un recuerdo. Los pescadores han dejado de pescar, se han vuelto parte de la historia del pueblo. Conseguir pescado fresco es un reto (casi todo es agarrado por las flotas japonesas que usan redes de arrastre, devastando todo a su paso). Los cangrejos no se ven ya por las noches. Las tortugas habrán dejado de nacer, como consecuencia de la depredación humana a sus huevos, y los delfines se habrán muerto de hambre, si no envenenados por las partículas de plástico acumuladas en su cadena alimenticia.

Los pescadores de Tolú (desapareciendo)

Este aterrador artículo me da tristeza. Según sus autores, sólo en el océano pacífico los dos parches de basura (uno en el este y el otro en el oeste) tienen un tamaño equivalente al doble del tamaño continental de los Estados Unidos. Mierda, estamos jodidos.

¿Qué vamos a hacer? Creo que es demasiado tarde para darle reversa a esta máquina. El problema del plástico en el océano es de tal magnitud que Greenpeace calcula que 68 barcos, andando noche y día sin parar, tardarían un año limpiando el 1% del Océano Pacífico (eso quiere decir que esa flota naval, tardaría cien años en limpiar el Pacífico, asumiendo que no se arroja al mar ni un gramo más de basura, y de todas formas habría que barrer también el Atlántico, Ártico, Índico, y el del Sur para completar la tarea). Claro, esta operación tendría un costo ambiental (por todo el combustible que tendríamos que quemar) gigantesco, además de la inconveniencia de tener miles y miles de toneladas de basura de la que nos tendríamos que deshacer en tierra. La inviabilidad de esta operación es caricaturizada, muy acertadamente, así: un joven altruista, parado en la azotea del Empire State Building con una aspiradora, tratando de absorber toda la contaminación atmosférica del planeta (¡!).

¿De qué tendrás tú llenas las tripas, pajarito toludeño? 

Leía hace unos días, en esta columna de Jonathan Franzen en The New Yorker algo en lo que estoy muy de acuerdo. Aunque soy pésimo para citar de memoria, creo que puedo reproducir la idea: nuestra situación planetaria se asemeja a la de un paciente de cáncer terminal; bien podemos tratar de gozarnos los últimos días de vida derrochando los restos de salud que nos queda o alargar la agonía un par de años más mediante métodos paliativos y tratamientos. De igual manera vamos a llegar a un mismo lugar, con una diferencia temporal (que en últimas es irrelevante).


Me da pesar por Tolú (que más que ser La Villa Tres Veces Coronada... parece la Villa Tres Veces Maldita). No ha sufrido este pedazo del paraíso solamente por la terrible contaminación de su mar, también ha sido víctima de la violencia paramilitar y de la nefasta corrupción y clientelismo de sus temibles dirigentes políticos. Poco hay para hacer pero la esperanza es lo último que se puede perder. Ojalá algún día pueda regresarle a este lugar y a sus gentes toda la alegría de la que he sido víctima en sus aguas, que para mí serán siempre hermosas así sean hoy un caldo teratogénico.

PD. Yo lo pensaría dos veces antes de poner ese PESCAO ENVENENAO de Semana Santa sobre la mesa...

Comments

  1. bello articulo manolo. empero, ¿qué podemo hacé por nuestras aguas?

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  2. Chesko, alegría en mi corazón por este mensaje! Probablemente lo más prudente sea consumir con responsabilidad. Esas famosas y trilladas "tres-erres" pueden ser la clave: reducir-reusar-reciclar.

    Más allá de eso es difícil encontrar mecanismos que tengan un efecto directo sobre los miles de problemas ambientales, aunque "de grano en grano llena la gallina el buche"...

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